28 noviembre 2012

Vuelvo a mí. (A mi amado colegio)

Nunca me animé a volver a pisarte. Como si aquel último día hubieran quedado, puertas adentro e intocables, todos los momentos que compartimos.
Como si en cada baldosa estuvieran atrapadas mis sonrisas más puras, sin ánimos de salir. Como si ausente, pero tan dentro, rogaras permanecer en ese estado mágico, inmaculado, haciendo realidad la metáfora de aquello que se aleja para nunca más volver.
En más de una ocasión llegué hasta la puerta, y pude oler el café que reposaba en preceptoría. Por la ventana, el sol tejía siluetas en la pila de cuadernos. Respiré hondo, y nada. El coraje no era suficiente y me iba, bordeando las aulas, mirando de reojo por las ventanas y en silencio, interrumpiendo con mi sombra los retazos de cielo azul que gobernaba la mañana.
Caminé por resignada vez las calles serenas que, a pesar del tiempo, permanecen tan pueblo que asusta. Las campanas daban las diez, y las palomas se desparramaban una vez más en el aire repleto de dorado otoño. Siete calcadas cuadras, y ese vacío que otra vez me inundaba, ese miedo que latía en medio de mí.
Nunca me atreví. Nunca quise enfrentar el torbellino de sensaciones que se agolpa en el pecho al recordar. Y es que me has dado tanto… me has hecho tanto. Suelo pensar que mi vida ha quedado escondida detrás de tus anchas columnas.
¡Es que yo nací de tus entrañas al mundo! Yo salí a mirarlo de frente y sin miedo. Y si me animé a zambullirme en este lío, fue sólo porque de tu mano llegué al borde. Porque fueron tus ojos los que me contemplaron cada día, testigos de mis fracasos y mis triunfos, de mis caídas y mi crecer.
Entonces no me atrevo a romper esa magia de tinta azul y sweater gris, de tantos inviernos que perecieron en el cuadrilátero de cemento, de golosinas, de aroma a jazmín.
No me animo. Me acuerdo de aquella vez que volví a visitar la casa de mis abuelos. Tan pequeña se había vuelto a la sombra del tiempo que transcurrió sin preguntar… Tan sola estaba, tan frágil, tan lejana y sin color. Ya no estaban los abuelos, no había niñez, ni dulzura, ni sonrisa. Tan diferente era, que lo pienso y se me eriza la piel.
No puedo. Volver sola, adulta, con otros pasos, otra voz… y que todo sea nuevo. Que los ojos de este mundo que me atrapa, me hayan transformado la mirada. Sería tan cruel mirarnos y no reconocernos, tan frío vernos a solas, sin la magia que llevábamos a cuestas. Y el armario, el espejo, el amanecer colándose por la ventana, el griterío, el timbre, ¡y tanto!
¿Cómo puedo volver así, a manos vacías y sueños partidos? ¿Y si el brillo y la frescura fueran sólo ilusiones olvidadas? ¿Qué haré en la galería, cuando lluevan los recuerdos empapándome de ausencia?
Quizás llore, o puede que estalle en sonrisas. Lo cierto es que nos conocemos tanto, que estoy segura de poder descifrar en tu mirada las piezas que le sobran al olvido. Y tengo tantas ganas de mostrarte mi orgullo de haber caminado a tu lado, que sonreirías conmigo al saber que soy feliz porque me enseñaste a serlo.
Y aquí estoy, frente a tu puerta, dispuesta a atravesar esta distancia invisible que nos separa. Traigo en mis manos lo más preciado que tengo, que me diste y he cuidado contra los retos del tiempo. Te daré esto que me quema como una luz, acá adentro. Te mostraré que conservo, contra mareas y vientos, la Fe intacta y para siempre, aunque el mundo me sea ajeno. Y me guardo acá, en el alma, las palabras, Rayuela, los recreos, los abrazos, los silencios. Lo amado, lo vivido, los cuentos y los secretos. Y aunque cambies, aunque duela, aunque tarde, aunque lejos, no olvidarán mis mañanas que conmigo yo te llevo, como esa piedrita que, salto a salto, me lleva al Cielo.

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